domingo, 25 de abril de 2010

Huele a mar

La sensación era como la de estar viviendo en un inmenso fogón, ardiente, vaporoso, sofocante. ¡Qué día tan soleado! Para cualquiera hubiese sido una bendición, pero ya llevábamos más sesenta días continuos de sol inclemente, con un cielo de un azul tan puro que, que aburre ¡carajo! Y en cuestión de minutos todo se torna oscuro y frio como una declaración de impuestos. Puede sentirse como el pulso de la gente se acelera cuando comienzo a llover, todos deben conseguir refugio antes de ser enjuagados por la furia con la que golpea el agua el suelo, millones de gotas saltan de su nube a pesar de saber que la muerte les espera, ahogada en igual número de golpes secos producidos al destrozar sus cuerpos contra el suelo; si uno pudiera abstraerse del hecho y contemplarlo como una imagen, pareciera que la lluvia quisiera limpiar al mundo de nuestra maldad, barrer con todos por igual.
El repiqueteo de la lluvia golpeando el suelo se transforma en fino rocío que puede sentirse en todo el cuerpo refrescando del intenso calor que sólo hace unos instantes agobiaba al centro de la ciudad, pero que al cabo de unos pocos metros ya desespera hasta el más abrigado. Leonardo mira al fondo de la plaza y apenas distingue los viejos edificios del silencio circunscritos por los arboles del calvario.
Superada la angustia de saber que no llegará a su destino, contempla la lluvia y ve como describe ondas que barren la plaza, una detrás de otra como inmensos escobillazos que quieren limpiar las gomas escupidas al suelo por la misma gente que ahora pide al cielo clemencia. Ríe cuando ve a más de uno tratar de cruzar de una torre a la otra justo en medio de la plaza, apurando el paso en la absurda creencia que no se emparan y exclama:
-Idiotas.
Si precisamente una de las ventajas de estar en las Torres del Silencio es que justo debajo de la plaza hay un enjambre de túneles, que permiten hacer el viaje, si bien no más corto, con seguridad mucho más seco. Justo en el medio de la inmensa plaza roja cruza uno de estos “loquitos” que produce la ciudad, todo vestido de negro, o al menos era el color actual de la ropa que ni siquiera aquella gigantesca lavadora podía remover, arrastrando las pies y generando grandes olas de los pozos que se formaron en la plaza. Iba feliz o al menos eso notó Leonardo en su mirada y pensó:
-Sí está loco, es el único feliz, todos los demás tienen cara de amargados.
El viento cambia de dirección y le da de frente mojándole la cara, justo en ese momento lo siente, es inconfundible y piensa para sus adentros, Pedro tenía razón, Caracas huele a mar, es salitre, es arena mojada y peces; los caraqueños no lo notamos, sólo los que tienen mucho tiempo afuera, lejos del mar y vuelven.
Amaina la lluvia y la ciudad continua ahora calada, pesada, sus habitantes retoman los espacios abiertos cedidos a la lluvia, pero que ahora necesitan para regresar a sus labores, pidiendo al cielo no vaya a llover a la hora de volver a casa. La ciudad ya no suena como una inmensa banda marcial, sino como un rio que vuelve al mar, ese que le da el aroma que nadie nota.

domingo, 11 de abril de 2010

Escena 1

Al voltear con violencia para burlarse de Raúl, Miguel no se percató que la viga del techo estaba a la misma altura de su frente. El golpe sonó como un campanazo seco y en fracción de segundos su rostro se cubrió de sangre, la expresión de Miguel cambio de sorna al pavor. Raúl era unos tres años menor que Miguel, por quien sentía un profundo afecto y respeto, cariño que se siente por los primos cuando todavía se es niño. La tranquilidad que cubría la casa fue sorprendida por la voz:
-¡ABUELA!
Al trasladarlo de donde jugaban, las manos de Raúl que intentaban detener la hemorragia, se cubrieron de sangre, la sien se sentía palpitar bajo su mano. A pesar de la mayor corpulencia de su primo y ayudado por la fría inyección de adrenalina, esa que después causa incontrolables temblores en las extremidades, logró entregarlo en brazos de su abuela. A pesar de todas las emociones, del color y el olor de la sangre, del inmenso rastro dejado desde el lugar de sus travesuras, hubo algo que marcó de por vida al pequeño Raúl: ¿Por qué su héroe, su ejemplo, lloraba y gemía como una niña? Pataleaba para que no le colocaran la anestesia local ¿Por qué gritaba con histeria? Sólo dos puntos le colocaron, nada comparado con su última aventura, donde Raúl terminó atrapado en un alambre de púas, el cual hubo que extraerle púa por púa. ¿A quién seguiría a partir de hoy en sus imaginarias aventuras de guerra?Su compañero sollozaba como una niña en el regazo de la abuela.